martes, 3 de abril de 2018

LA GENERACIÓN DEL CAMBIO

 

 Mi generación de mujeres carga con la responsabilidad de producir el cambio.
   Mejor dicho, las madres de mi generación de mujeres.
   Los hombres de mi generación están criados y educados por mujeres que fueron criadas y educadas para “servir” a los hombres y depender de ellos económicamente. Por lo tanto, sus hijos han crecido convencidos de esa teoría  y es prácticamente imposible convencerlos de lo contrario.
  En cambio, las mujeres de esa misma generación somos diferentes...
   Ambos géneros crecimos en un mundo en crisis, donde las certezas no eran demasiadas y las inseguridades si.  Pero reaccionamos de diferente manera.
  
 Ellos intentaron aferrarse a los antiguos valores, defender la teoría del “varón sostén del hogar”, acarreándose con ello una carga de frustración y angustia para la que nadie los había preparado.
   Ellas decidieron que si el dinero no alcanzaba en casa no era ni suficiente ni necesario tildar de inútiles y poco hombres a sus esposos; decidieron colgar el delantal y salir a buscar el dinero que faltaba. Prácticas. Contundentes. También decidieron que divorciarse no era el fin del mundo.
   He aquí el conflicto: mujeres con ganas de salir del placard (ropero por ese entonces) y hombres con terror de hacerlo.

   Claro que a las mujeres tampoco les habían explicado que la “mujer maravilla” era un personaje de ficción.    Entonces, cuando estas niñas estaban con  muchas ganas de probar sus alas pero sin la menor idea de cómo hacerlo, las mismas madres que criaron a unos y a otros encontraron la mejor torreta desde donde defender su arcaico monumento: la culpa. Y a los hijos varones de esas madres les pareció fantástico poder retozar en su hábito, en su cómodo status quo. Y las hijas de esas madres no supieron como defenderse. Trataron de combinar sus roles de una manera imposible: se levantaban dos horas antes, limpiaban la casa, preparaban el desayuno para toda la familia (que en ese entonces incluía esposa, esposo, varios niños, y hasta 4 abuelos) llevaban los niños al colegio y disparaban hacia su trabajo. Regresaban del trabajo, recogían los niños del colegio,  hacían el almuerzo, volvían a limpiar todo mientras la familia descansaba, y luego de la merienda de nuevo al trabajo, para llegar a preparar la cena, repasar las tareas de los chicos, planchar la ropa del trabajo (suyo y de su marido y los guardapolvos de los chicos), dejar la casa ordenada para el otro día, acostarse y hacer el amor como una amante dedicada. Tal vez exagero un poco. Pero solo un poco.

   Estas mujeres se encontraron en un confuso remolino: sus conciencias-madres les decían que debían consagrar su vida a su esposo e hijos, que su valía como mujer dependía de lo bien planchadas que llevara las camisas su marido, de los educaditos que fueran sus hijos, de lo reluciente que tuviera su casa, de lo mágico de sus bordados o su tiramisú.  ¿quería algo más? Podía estudiar piano o francés, pero solo para distraerse. No necesitaba lucrar con el idioma o buscar la fama con la música, para eso estaba su marido.
   Y por otro lado, sus corazones sentían que podían elegir: elegir libremente una profesión y desarrollarse y crecer en ella, elegir un estado civil y disfrutarlo, elegir ser o no madres, esposas, amantes, amas de casa, artistas… plenas y felices. Pero no sabían como deshacerse de la culpa. La condenatoria mirada social es intimidante para quien no tiene firmemente cimentados sus propios valores y convicciones.

   ¿En qué situación nos deja esto? En medio de un puente tambaleante.
   Ellos con la enorme responsabilidad de cuidar a toda una familia que depende económicamente de sus logros, sin poder demostrar más emoción que la ira o la alegría. Dependiendo a su vez de una mujer que lo alimente, lo vista y le de hijos para demostrar su hombría, y de otras mujeres para que le den el sexo y el placer que su santa esposa no debe proporcionarle porque no es lo correcto en una esposa. Con la obligación de ser infalibles en la cama, en el trabajo, en el deporte. Angustia, frustración, stress.

  Ellas dependiendo de un hombre que les provea alimento, apellido, status; que cuide de ella y sus hijos, y con la presión de ser “la mujer maravilla”.

   Escribí varias veces la palabra “dependencia”… esa es la clave. Este es el puente que hay que cruzar.
Las mujeres de mi generación dieron el primer paso al intentar ser independientes, al menos, económicamente.
   Las madres de mi generación deberían dar el segundo paso (y definitivo) al criar a sus hijos varones para que sean independientes a su vez. Si estos chicos aprenden a valerse por sí mismos, a no depender de una mujer para que los alimente, los vista, y cuide de su higiene personal y ambiental, las chicas de esta generación no sentirán la culpa de “abandonar” a sus esposos para ir a “callejear por ahi”, buscando su realización como personas.
   De esta manera, el matrimonio tendría un sentido totalmente nuevo y diferente. En vez de ser un equilibrio de dependencias, sería una posibilidad maravillosa de compartir aspiraciones, de construír proyectos y llevarlos a cabo, sin dejar por eso de lado ambas individualidades. Sería un diario alejarse para volverse a acercar más ricos, compartir esa plenitud adquirida cada uno por sí mismos, y crecer como pareja al realizarse como personas.

   No hay víctimas ni victimarios. No hay más que los cambios esperables en el desarrollo de cualquier sociedad humana a través del tiempo. El universo no es estático, el ser humano y su sociedad no pueden pretender serlo. El cambio es natural e inevitable.

El puente está ahí. 
Se ha dado el primer paso. 
Septiembre de 2010 - La imagen la encontré acá.


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