Caminar. Caminar
cuadra tras cuadra. Timbre tras timbre, a veces, con ganas de que no atienda
nadie para no tener que repetir por milésima vez el mismo saludo.
-
Buenos días señor. Mi nombre es
Mariana, represento a la Empresa tal, y estamos haciendo una promoción en su
ciudad...
¡Ciudad! Apenas algunas cuadras a lo largo y a lo
ancho, tierra, ni una vereda, a no ser las cuatro cuadras alrededor de la
plaza. La iglesia, el destacamento policial, la delegación municipal, con mucha
suerte una sucursalita del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Eso si...
mucha vieja barriendo patio, mucho chico corriendo en todas partes, todas las
bicicletas tiradas en la puerta de la escuela. Pero si una dice
"Ciudad" el tipo se agranda, sonríe y si no compra, por lo menos
escucha.
La camioneta me
dejó temprano y desapareció. Seguro que Alejandro pensó que este pueblo es muy
chico para más de una promotora, y se fue a algún otro lugar cerca a llevar a
las otras chicas. Tengo al menos una hora o dos sin vigilancia... aprovecho
para caminar tranquila, disfrutando la mañana, mirándome la punta de los
zapatos, que es como mirar para adentro sin cerrar los ojos. Ni pienso tocar
puertas, en estos lugares siempre pasa lo mismo: me atiende una señora
colorada, porque está limpiando, o haciendo la comida (¡¡¡empiezan a pelar
verduras a las ocho de la mañana!!!) y me dice que el que decide es el esposo,
y ahora no está. ¿Qué donde está? En el campo, claro, trabajando. Y... vuelve a
la tarde, vió? La comida que prepara es para ella y los chicos.
Así que... ¿para
que hablar de gusto? En una de mis aleatorias vueltas a la manzana me encuentro
con el "boliche" del pueblo: frente de ladrillos sin revocar, puerta
altísima de madera verde despintada, un chapón oxidado que alguna vez fue un
cartel. Sonrío antes de entrar, porque en estos lugares también pasa siempre lo
mismo.
-
¡Buen día! -digo bien fuerte,
para que, ya que van a mirar, tengan una excusa.
-
Buenas... - me contesta el
bolichero distraído, y agrega enseguida, sorprendido: - señora!
Me acerco al
mostrador, entre el murmullo de los hombres rudos que deberían estar en el
campo, trabajando.
-
¿Tiene café?
Claro que no
tiene, el café no tiene alcohol, así que tomo un vaso de soda mientras le
explico al bolichero, (que no sabe si sacarse la boina), que soy promotora y
estoy recorriendo el pueblo. Pregunta de dónde soy, qué vendo, y antes de que
alguno se anime a preguntarse si de verdad soy lo que ellos piensan que soy,
(que otra cosa puede ser una mujer en un boliche) pago mi soda y
me voy. Me divierte escuchar el rumor de voces azoradas que se levanta apenas
salgo. De alguna manera esto tiene que empezar a cambiar, pienso. Y salgo al
medio día luminoso y a la calle de tierra, al calor atajado por los paraísos,
al zumbar de bichos que molestan. Llamo por celular a Alejandro:
-
¿por donde andan?
-
Que, ¿ya terminaste?
-
No, Ale, te pregunto por el
almuerzo. ¿qué hago, como acá o me venís a buscar?
-
Fijate como te arreglás,
estamos medio lejos y si vamos perdemos un montón de tiempo. ¿Hay para comer,
ahí?
-
Si, claro. Nos vemos a la
tardecita.
No tengo la menor
idea si hay o no hay donde comer acá. Pero no tengo ganas de aguantar las
quejas de mis compañeras, así que
empiezo a caminar para el "centro", alguien me va a
orientar... me orientan, si. Ah, no, comedor no hay, pero en lo de la Pocha
venden unos sánguches de milanesa buenísimos, caseritos desde el pan hasta la
mayonesa.
-
Y donde queda?
-
Derecho no más, al final del
pueblo.
Camino de nuevo
esas cinco cuadras hasta lo de la Pocha, llenándome de tierra los zapatos, con
la camisa del trajecito cada vez menos blanca, el saquito gris cada vez más
gris en el brazo, junto con la carpeta que a esa hora pesa más que la
conciencia de Caín.
No hay timbre en
lo de la Pocha, apenas una puerta de alambre separa el patio de lo que debería
ser una vereda. Mas adentro, atrás de los rosales y la jaula con el loro, una
casita humilde descansa del calor de la siesta a la sombra de unos eucaliptos.
Hasta un sauce tiene, que le hace sombrita al loro... la puerta esta
entreabierta, así que sostengo la carpeta entre las rodillas y aplaudo fuerte.
Salen del fondo
los cuzcos infaltables, quebrando el silencio del final del pueblo. Atrás, una
mujer gorda y ágil me grita ¡VOY! mientras apura el paso.
-
Hola... busco a la señora
Pocha, me dijeron que vive acá...
-
Ah, si, es mi mamá. ¿Qué
precisa? -sonríe la hija de la Pocha, mientras se seca las manos en el
delantal.
-
Mire, me dijeron que hacen
sánguches de milanesa para vender, quisiera comprar uno si no es muy tarde...
por la hora, digo.
-
No se haga problemas, m' hija.
Mi mamá ya se acostó, pero se lo preparo yo, que aprendí de ella. Usté traiga
el auto, que lo voy haciendo. ¿Su marido no come?
No me sorprende la
suposición de la mujer. Lo que para mi es cosa de todos los días, para ella es
imposible. No se imagina que una ande sola por ahí, y a pie, porque ella no lo
haría nunca. O con la mamá o con el marido. Con un hermano varón, tal vez. Pero
sola... nunca.
Le cuento lo de
la promoción, y me mira como con tristeza. ¿Cómo le explico que es lo que
elegí, lo que me gusta, que no podría ser secretaria o maestra o quiosquera,
porque las rejas me ahogan y las paredes me dan pánico?
-
¿Y donde lo va a comer, m'
hija? No se va a quedar ahí parada, venga, pase.
La tristeza cede
el paso a la ternura, y el "m' hija" le sale mas de adentro, los ojos
buenos reconocen el cansancio, y le agradezco con una gran sonrisa la silla
vieja en la cocina sombría, el agua fresca que me trae de la bomba, el sánguche
de milanesa que sabe a gloria, caserito de verdad desde el pan hasta el alma.
Charlamos de la
vida, en voz baja, hasta que se levanta la Pocha, viejita y enérgica como todas
las mujeres de esos pueblos, y nos ceba unos mates muy verdes y muy amargos. Me
tengo que ir, les explico, pero no hay caso. Que mi jefe me va a retar, tengo
que seguir trabajando. La Pocha me deja salir con la condición que antes de volver a mi ciudad pase a
saludarlas, así conozco al nieto, que ahora esta en el campo, trabajando.
Pago tanta
hospitalidad al precio de un sánguche y vuelvo a mi trabajo, ahora sí,
golpeando puertas y tocando timbres, hablando con la gente, ofreciendo mi
producto.
Se acerca el
atardecer. Alejandro me dijo que en una hora y media me pasaban a buscar, así
que vuelvo a la casa de la Pocha a cumplir mi promesa. Y la cumplo: las dos
mujeres sacan sillas a la "vedera", y tomamos mate mientras esperamos
al nieto, que ya tiene que estar por llegar.
Mientras
charlamos, miro la calle, que termina abruptamente en el campo. Enfrente, un
ranchito se acoda en el alambrado, dando principio a ese horizonte largo en el
que se despereza el aire libre y claro. Ahora estoy segura de que la Pocha y su
hija entienden por qué no puedo hacer otro trabajo.
Suena el celular.
Alejandro me dice que están frente a la iglesia, y pregunta dónde estoy, así me
vienen a buscar.
-
Derechito no más, Ale... estoy
al final del pueblo.
Dedicado al matrimonio que me invitó con salame casero en Ascención, a la abuela Dora que me cebó mates en La Angelita, y a todas las personas que me abrieron sus puertas sin conocerme,
ahí, al final de cada pueblo.
Sept. 2006
Este relato fue publicado en la antología del III Encuentro Nacional de Narrativa - Cuento corto - en Bialet Massé (Córdoba, Argentina) en Mayo de 2007