viernes, 9 de septiembre de 2022

AL FINAL DEL PUEBLO

    




Caminar. Caminar cuadra tras cuadra. Timbre tras timbre, a veces, con ganas de que no atienda nadie para no tener que repetir por milésima vez el mismo saludo.

-          Buenos días señor. Mi nombre es Mariana, represento a la Empresa tal, y estamos haciendo una promoción en su ciudad...

    ¡Ciudad!  Apenas algunas cuadras a lo largo y a lo ancho, tierra, ni una vereda, a no ser las cuatro cuadras alrededor de la plaza. La iglesia, el destacamento policial, la delegación municipal, con mucha suerte una sucursalita del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Eso si... mucha vieja barriendo patio, mucho chico corriendo en todas partes, todas las bicicletas tiradas en la puerta de la escuela. Pero si una dice "Ciudad" el tipo se agranda, sonríe y si no compra, por lo menos escucha.

    La camioneta me dejó temprano y desapareció. Seguro que Alejandro pensó que este pueblo es muy chico para más de una promotora, y se fue a algún otro lugar cerca a llevar a las otras chicas. Tengo al menos una hora o dos sin vigilancia... aprovecho para caminar tranquila, disfrutando la mañana, mirándome la punta de los zapatos, que es como mirar para adentro sin cerrar los ojos. Ni pienso tocar puertas, en estos lugares siempre pasa lo mismo: me atiende una señora colorada, porque está limpiando, o haciendo la comida (¡¡¡empiezan a pelar verduras a las ocho de la mañana!!!) y me dice que el que decide es el esposo, y ahora no está. ¿Qué donde está? En el campo, claro, trabajando. Y... vuelve a la tarde, vió? La comida que prepara es para ella y los chicos.

    Así que... ¿para que hablar de gusto? En una de mis aleatorias vueltas a la manzana me encuentro con el "boliche" del pueblo: frente de ladrillos sin revocar, puerta altísima de madera verde despintada, un chapón oxidado que alguna vez fue un cartel. Sonrío antes de entrar, porque en estos lugares también pasa siempre lo mismo.

-          ¡Buen día! -digo bien fuerte, para que, ya que van a mirar, tengan una excusa.

-          Buenas... - me contesta el bolichero distraído, y agrega enseguida, sorprendido: - señora!

    Me acerco al mostrador, entre el murmullo de los hombres rudos que deberían estar en el campo, trabajando.

-          ¿Tiene café?

    Claro que no tiene, el café no tiene alcohol, así que tomo un vaso de soda mientras le explico al bolichero, (que no sabe si sacarse la boina), que soy promotora y estoy recorriendo el pueblo. Pregunta de dónde soy, qué vendo, y antes de que alguno se anime a preguntarse si de verdad soy lo que ellos piensan que soy, (que otra cosa puede ser una mujer en un boliche) pago mi soda y me voy. Me divierte escuchar el rumor de voces azoradas que se levanta apenas salgo. De alguna manera esto tiene que empezar a cambiar, pienso. Y salgo al medio día luminoso y a la calle de tierra, al calor atajado por los paraísos, al zumbar de bichos que molestan. Llamo por celular a Alejandro:

-          ¿por donde andan?

-          Que, ¿ya terminaste?

-          No, Ale, te pregunto por el almuerzo. ¿qué hago, como acá o me venís a buscar?

-          Fijate como te arreglás, estamos medio lejos y si vamos perdemos un montón de tiempo. ¿Hay para comer, ahí?

-          Si, claro. Nos vemos a la tardecita.

    No tengo la menor idea si hay o no hay donde comer acá. Pero no tengo ganas de aguantar las quejas de mis compañeras, así que  empiezo a caminar para el "centro", alguien me va a orientar... me orientan, si. Ah, no, comedor no hay, pero en lo de la Pocha venden unos sánguches de milanesa buenísimos, caseritos desde el pan hasta la mayonesa.

-          Y donde queda?

-          Derecho no más, al final del pueblo.

    Camino de nuevo esas cinco cuadras hasta lo de la Pocha, llenándome de tierra los zapatos, con la camisa del trajecito cada vez menos blanca, el saquito gris cada vez más gris en el brazo, junto con la carpeta que a esa hora pesa más que la conciencia de Caín.

    No hay timbre en lo de la Pocha, apenas una puerta de alambre separa el patio de lo que debería ser una vereda. Mas adentro, atrás de los rosales y la jaula con el loro, una casita humilde descansa del calor de la siesta a la sombra de unos eucaliptos. Hasta un sauce tiene, que le hace sombrita al loro... la puerta esta entreabierta, así que sostengo la carpeta entre las rodillas y aplaudo fuerte.

    Salen del fondo los cuzcos infaltables, quebrando el silencio del final del pueblo. Atrás, una mujer gorda y ágil me grita ¡VOY! mientras apura el paso.

-          Hola... busco a la señora Pocha, me dijeron que vive acá...

-          Ah, si, es mi mamá. ¿Qué precisa? -sonríe la hija de la Pocha, mientras se seca las manos en el delantal.

-          Mire, me dijeron que hacen sánguches de milanesa para vender, quisiera comprar uno si no es muy tarde... por la hora, digo.

-          No se haga problemas, m' hija. Mi mamá ya se acostó, pero se lo preparo yo, que aprendí de ella. Usté traiga el auto, que lo voy haciendo. ¿Su marido no come?

    No me sorprende la suposición de la mujer. Lo que para mi es cosa de todos los días, para ella es imposible. No se imagina que una ande sola por ahí, y a pie, porque ella no lo haría nunca. O con la mamá o con el marido. Con un hermano varón, tal vez. Pero sola... nunca.

    Le cuento lo de la promoción, y me mira como con tristeza. ¿Cómo le explico que es lo que elegí, lo que me gusta, que no podría ser secretaria o maestra o quiosquera, porque las rejas me ahogan y las paredes me dan pánico?

-          ¿Y donde lo va a comer, m' hija? No se va a quedar ahí parada, venga, pase.

    La tristeza cede el paso a la ternura, y el "m' hija" le sale mas de adentro, los ojos buenos reconocen el cansancio, y le agradezco con una gran sonrisa la silla vieja en la cocina sombría, el agua fresca que me trae de la bomba, el sánguche de milanesa que sabe a gloria, caserito de verdad desde el pan hasta el alma.

    Charlamos de la vida, en voz baja, hasta que se levanta la Pocha, viejita y enérgica como todas las mujeres de esos pueblos, y nos ceba unos mates muy verdes y muy amargos. Me tengo que ir, les explico, pero no hay caso. Que mi jefe me va a retar, tengo que seguir trabajando. La Pocha me deja salir con la condición que  antes de volver a mi ciudad pase a saludarlas, así conozco al nieto, que ahora esta en el campo, trabajando.

    Pago tanta hospitalidad al precio de un sánguche y vuelvo a mi trabajo, ahora sí, golpeando puertas y tocando timbres, hablando con la gente, ofreciendo mi producto.

    Se acerca el atardecer. Alejandro me dijo que en una hora y media me pasaban a buscar, así que vuelvo a la casa de la Pocha a cumplir mi promesa. Y la cumplo: las dos mujeres sacan sillas a la "vedera", y tomamos mate mientras esperamos al nieto, que ya tiene que estar por llegar.

    Mientras charlamos, miro la calle, que termina abruptamente en el campo. Enfrente, un ranchito se acoda en el alambrado, dando principio a ese horizonte largo en el que se despereza el aire libre y claro. Ahora estoy segura de que la Pocha y su hija entienden por qué no puedo hacer otro trabajo.

    Suena el celular. Alejandro me dice que están frente a la iglesia, y pregunta dónde estoy, así me vienen a buscar.

-          Derechito no más, Ale... estoy al final del pueblo.  



 



Dedicado al matrimonio que me invitó con salame casero en Ascención, a la abuela Dora que me cebó mates en La Angelita, y a todas las personas que me abrieron sus puertas sin conocerme,
ahí, al final de cada pueblo.
Sept. 2006






Este relato fue publicado en la antología del III Encuentro Nacional de Narrativa - Cuento corto - en Bialet Massé (Córdoba, Argentina) en Mayo de 2007

 

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